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viernes, 25 de octubre de 2013

La Torre Oscura

Entonces, el hombre de negro empezó a hablar:
-El universo -explicó- presenta una paradoja demasiado vasta para que una mente finita pueda abarcarla. Del mismo modo en que el cerebro viviente no puede concebir un cerebro no viviente -aunque tal vez crea que sí puede-, la mente finita no puede abarcar el infinito.
El prosaico hecho de la existencia del universo frustra de por sí al pragmático y al romántico. Hubo una época, quizá cien generaciones antes de que el mundo cambiara, en que la humanidad había efectuado suficientes progresos técnicos y científicos como para arrancar unas cuantas esquirlas de la gran columna pétrea de la realidad. E incluso entonces, la falsa luminaria de la ciencia (del conocimiento, si lo prefieres) sólo brillaba en unos pocos países desarrollados.
Aún así, a pesar del enorme incremento en el número de hechos conocidos, la comprensión era notablemente escasa. Nuestros padres triunfaron sobre la "enfermedad-que-pudre", a la que denominamos cáncer, casi vencieron el envejecimiento, llegaron a la luna..
Construyeron o descubrieron un millar de prodigiosas fruslerías. Pero toda esta riqueza de información no les dio una mayor comprensión, o muy poca. Pocos, si es que hubo alguno, parecían haber comprendido el Principio de la realidad; todo nuevo conocimiento conduce siempre a misterios aún más pavorosos. Un mayor conocimiento fisiológico del cerebro hace que la existencia del alma resulte menos posible y a la vez más probable por la misma naturaleza de la búsqueda. ¿Te das cuenta? Claro que no. Estás envuelto en tu propia aura romántica, y te acuestas cada día en la compañía de lo arcano. Pero ahora estás aproximándote a los límites, no de una creencia, sino de la comprensión. Estás cara a cara con la entropía inversa del alma.
Pero vamos a lo más prosaico:
El mayor misterio que presenta el universo no es la vida, sino el Tamaño. El Tamaño abarca la vida. El niño, que se siente a gusto con lo maravilloso, pregunta: ¿Qué hay más allá del cielo, papá? Y el padre contesta: La oscuridad del espacio. El niño: ¿Qué hay más allá del espacio? El padre: La galaxia. El niño: ¿Más allá de la galaxia? El padre: Otra galaxia. El niño: ¿Y más allá de las demás galaxias? El padre: Nadie lo sabe.
>>¿Lo ves? El tamaño nos derrota. Para el pez, el lago en que vive es el universo. ¿Qué piensa el pez cuando es arrastrado por la boca más allá de los plateados límites de la existencia, hacia un nuevo universo donde el aire lo sofoca y la luz es una demencia azul? ¿Donde enormes bípedos sin branquias lo meten en una caja asfixiante y lo cubren de hierbas mojadas para dejarlo morir?
O podríamos tomar la punta de un lápiz y ampliarla. Llegamos así a realizar un descubrimiento que nos aturde: la punta del lápiz no es sólida, sino que se compone de átomos que giran y orbitan como un trillón de planetas enloquecidos. Lo que nos parece sólido no es en realidad más que una floja red, sostenida por la gravitación. Si encogiéramos hasta el tamaño adecuado, las distancias entre estos átomos se convertirían en leguas, golfos, eones. Y los átomos están a su vez compuestos por núcleos y protones y electrones que giran a su alrededor. Podríamos dar un paso más, hasta las partículas subatómicas. Y luego, ¿qué? ¿Taquiones? ¿Nada? Claro que no. Todo en el universo desmiente la nada, sugerir una conclusión a las cosas es una imposibilidad.
Si cayeras hacia el exterior, hacia el límite del universo, ¿encontrarías una cerca y carteles que indicaran CALLEJÓN SIN SALIDA? No. Quizás encontraras algo duro y redondeado, como el polluelo debe ver el huevo desde el interior. Y si quebraras esa cáscara, ¿qué gigantesca y torrencial luz brillaría a través de tu agujero en el límite del espacio? ¿Atisbarías acaso por él y descubrirías que todo nuestro universo no es sino parte de un átomo de una hoja de hierba? ¿Te verías quizás obligado a pensar que al prender fuego a una ramita estás incinerando una eternidad de eternidades? ¿Que la existencia no se yergue hacia un infinito, sino hacia una infinidad de ellos?
Tal vez hayas visto qué papel desempeña nuestro universo en el plan de las cosas: el de un átomo en una hoja de hierba. ¿Podría ser acaso que todo lo que percibimos, desde el virus infinetesimal hasta la remota nebulosa de la Cabeza de Caballo, esté contenido en una mera hoja de hierba... que quizá sólo lleva existiendo uno o dos días en un sistema temporal ajeno? ¿Y si esta hoja fuese segada por la hoz? Cuando comenzara a morir, ¿se infiltraría la descomposición en nuestro propio univesro y en nuestras propias vidas, volviéndolo todo amarillento, parduzco y marchito? Puede que eso ya haya comenzado a suceder. Decimos que el mundo ha seguido adelante; tal vez lo que queremos decir en realidad es que ha comenzado a secarse.
¡Piensa en cómo nos empequeñece este concepto de las cosas! Si hay un Dios que lo contempla todo, ¿administra Él acaso la justicia para una raza de mosquitos entre una infinidad de razas de mosquitos? ¿Verá su ojo cómo cae la golondrina, cuando la golondrina es menos que una mota de hidrógeno que flota inconexa en las profundidades del espacio? Y si en verdad lo ve... ¿cuál debe de ser la naturaleza de un Dios tal? ¿Dónde vive? ¿Cómo es posible vivir más allá del infinito?
Imagínate las arenas del desierto, que cruzaste para encontrarme, e imagínate un trillón de universos -no mundos, sino universos- encapsulados en cada grano de arena de ese desierto; y dentro de cada universo, infinidad de ellos. Nos erguimos sobre esos universos desde nuestro patético punto de observación en una hoja de hierba; con un golpe de tu bota puedes sumir en la oscuridad un billón de billones de mundos, en una cadena que nunca podrá contemplarse.
Vayamos aún más lejos. Supongamos que todos los mundos, todos los universos, se reunieran en un solo nexo, una sola pilastra, una Torre. Una escala, quizás, hacia la propia Divinidad. ¿Te atreverías? ¿Podría ser que, por encima de toda esta realidad sin límites, existiera una Habitación...?
(The Dark Tower: The Gunslinger, Stephen King)